Los Deseos Ridículos – Cuentos Originales de Charles Perrault




Érase un pobre leñador, tan cansado de su vida que, según se cuenta, tenía de morirse deseos, porque en ningún de los agradables que había alimentado se vio complacido. Cierto día fuese al bosque, y como era en él costumbre, comenzó a quejarse de su suerte, cuando se le apareció Júpiter con el rayo en la mano. Grande fue el espanto del leñador, quien arrojándose al suelo, murmuró:
 
-Nada quiero; nada deseo.
 
-No temas, le dijo Júpiter. Tantas son tus quejas que quiero convencerte de su falta de fundamento. No olvides mis palabras: verás realizados tus tres primeros deseos, sea lo que fuere lo que desees. Elige lo que pueda hacerte dichoso y dejarte completamente satisfecho, y como tu felicidad de ti depende, reflexiona bien antes de formular tus deseos.
 
Pronunciadas estas palabras, Júpiter desapareció; y el leñador, loco de contento, cargose la hacina, que no le pareció pesada, y dándole alas la alegría, volvió a su casa, diciéndose mientras tanto:
 
-He de reflexionar mucho antes de tener un deseo. El caso es importante y quiero tomar consejo de mi mujer.
 
Saltando entró en su cabaña gritando: -Mujercita mía, enciende una buena lumbre y prepara abundante cena pues somos ricos, pero muy ricos; y tanta es nuestra dicha que todos nuestros deseos se verán realizados.
 
Al oír estas palabras, la leñadora comenzó a hacer castillos en el aire, pero luego dijo a su marido:
-Cuidado con que nuestra impaciencia nos perjudique. Procedamos con calma y después de pensarlo bien, consultándolo antes con la almohada, que es buena consejera.
 
-Lo mismo opino; pero no perdamos la cena y tráete vino.
 
Cenaron, bebieron, y sentándose luego al amor de lumbre, el leñador exclamó, apoyándose con fuerza en el respaldo de su silla:
 
-¡Ajajá! Con este fuego nos hace falta una vara de salchicha. ¡Cuánto gustaría tenerla al alcance de mi mano!
 
Apenas hubo pronunciado estas palabras, su mujer vio con gran sorpresa una salchicha muy larga, que arrancando de uno de los ángulos de la chimenea se dirigió hacia ella serpenteando. Lanzó un grito de espanto, pero cayendo luego en la cuenta de que la aventura era debida al ridículo deseo formulado por su marido, con él la emprendió agotando los dicterios.
 
-Hubiéramos podido tener oro, perlas, diamantes, vestidos excelentes, añadió, y eres tan necio que te se ha ocurrido desear semejante cosa.
 
-Cállate, mujer; reconozco mi falta y procuraré enmendarla.
 
-A buena hora calzas verdes; necesario es ser muy imbécil para hacer lo que has hecho.
 
Tanta fue la insistencia de la mujer, que el bueno del hombre perdió la calma, y como a pesar de sus súplicas ella no cejase, exclamó furioso:
 
-¡Maldita salchicha que te ha desatado la lengua; así te colgara de la nariz para que callaras!
 
Dicho y hecho, y la salchicha quedó colgada de la nariz de la esposa del leñador.
 
Realizado el deseo, quedose ella muda de asombro y él con la boca abierta y rascándose el cogote. Restableciose el silencio, hasta que por último la mujer, que había perdido los bríos y no apartaba la mirada de la salchicha, murmuró:
 
-¿Y bien?
 
-Sólo falta formular el tercer deseo. Puedo transformarme en rey, pero ¿qué reina vas a ser tú con tres palmos de nariz? Elige, mujer: o reina con esa nariz más larga que una semana sin pan, o leñadora con una nariz como la que tenías.
 
Mucho discurrieron antes de resolver, pero como su mirada no podía apartarse de la salchicha y a cada gesto se movía como rama a impulsos del huracán, prefirió la leñadora quedarse sin trono a conservar las narices como antes; y formulado el deseo por el leñador, su mujer volvió a quedar como estaba, lo que no fue obstáculo para que se llevase la mano a la cara para convencerse de que la salchicha había desaparecido.
 
El leñador no cambió de posición, no se convirtió en un gran potentado, no llenó de escudos su bolsa y creyose muy dichoso empleando el último de los tres deseos en devolver a su esposa las narices que antes tenía.

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(Por tener los autores y traductora más de 70 años de fallecidos, el contenido narrativo original de estos cuentos son de "dominio público”. En el año 2005, fueron nombrados Patrimonio Cultural de la Humanidad)


Meñiquín – Cuentos Originales de Charles Perrault



Éranse un leñador y una leñadora que tenían siete hijos, todos varones; diez años contaba el mayor y el menor siete. Sorprenderá que en tan corto intervalo tantos hijos hubiera tenido el leñador, pero con decir que casi todos eran gemelos, nada hay que extrañar.
 
Muy pobre era el matrimonio y sus siete hijos aumentaban su pobreza, pues ninguno de ellos se hallaba en edad de ganarse la subsistencia. El ser el más pequeño de complexión muy delicada, sin que jamás pronunciase palabra, daba pábulo a su tristeza, pues creían que era tontería lo que significaba bondad. Era muy pequeñito, y cuando nació era tan diminuto como el dedo meñique, lo que hizo que Meñiquín se le llamara.
 
El pobre niño llevaba la carga en la casa paterna y de todo se le daba la culpa, lo que no era obstáculo para que entre sus hermanos fuese el más listo; y si hablaba poco, en cambio oía y escuchaba mucho.
En esto vino un año muy duro, y tan grande fue el hambre, que el pobre matrimonio resolvió deshacerse de sus hijos. Una noche que los niños estaban acostados y sentado el leñador cerca de su mujer al amor de la lumbre, le dijo con el corazón oprimido por el dolor:
 
-¡Ya lo ves! No nos es posible mantener a nuestros hijos; y como no puedo resolverme a verles morir de hambre aquí, estoy resuelto a llevarles mañana al bosque para que se extravíen, proyecto que podremos realizar fácilmente, pues mientras estarán ocupados en hacinar leña, lograremos escapar sin que de momento noten nuestra ausencia.
 
-¡Dios mío! Exclamó la leñadora, ¿serías capaz de hacer tal cosa con tu hijos?
 
En vano su esposo la hizo presente su extremada miseria, pues de pronto no hubo medio de convencerla, porque si bien era pobre, era madre. Mas habiendo reflexionado cuán horrible sería su dolor si les viese morir de hambre, consintió en lo que su dolor si les viese morir de hambre, consintió en lo que su marido le proponía y llorando fue a acostarse.
 
Meñiquín se enteró de cuanto sus padres dijeron, pues en cuanto desde la cama le oyó hablar de cosas importantes, levantose y se deslizó debajo del taburete donde estaban sentados para escucharles sin ser visto. Volvió a meterse en cama, pero no pudo dormir en toda la noche pensando en lo que debía hacer. Levantose muy de mañana, fue a orillas de un arroyo, llenose los bolsillos de piedrecitas blancas y luego volvió a su casa. Poco después salieron todos, pero Meñiquín nada dijo a sus hermanos de lo que sabía.
 
Fueron a un bosque tan espeso que nada se veía a diez pasos de distancia. El leñador se puso a cortar madera y sus hijos a recoger ramaje seco para hacer manojos. Cuando sus padres les vieron ocupados trabajando, se alejaron de ellos insensiblemente y luego echaron a correr, escapando por un sendero medio oculto.
 
Al notar los niños que estaban solos, comenzaron a gritar y a sollozar con todas sus fuerzas. Meñiquín les dejaba gritar porque sabía cómo regresarían a su casa, pues al ir al bosque había dejado caer durante todo el camino las piedrecitas blancas que tenía en el bolsillo.
 
-Nada temáis, hermanos míos, les dijo. Nuestros padres nos han dejado aquí, pero yo os llevaré a casa si queréis seguirme.
 
Echaron a andar tras él y les llevó delante de su casa siguiendo el mismo camino que habían recorrido para ir al bosque. Al principio no se atrevieron a entrar, pero todos pegaron sus cabecitas a la puerta para oír lo que decían sus padres.
 
Al llegar el leñador y la leñadora a su casa, el señor de la aldea les envió diez escudos que les debía de mucho tiempo con los cuales ya no contaban. La cantidad devolvioles la vida, pues los infelices se morían de hambre. El leñador despachó inmediatamente a su mujer a la carnicería, y como hacía días no habían comido, compró tres veces más carne de la necesaria para la cena de dos personas. En cuanto estuvieron ahítos, la leñadora dijo:
 
¡Dios mío! ¿Dónde estarán nuestros hijos? ¡Con qué apetito comerían lo que ha sobrado! Tú eres quien ha querido perderlos, Guillermo, a pesar de decirte que nos arrepentiríamos. ¡Virgen santa! ¡Tal vez los lobos los hayan comido! ¡Cuán cruel has sido al querer deshacerte de tus hijos!
 
El leñador acabó por enfadarse, pues su mujer repitió más de veinte veces que ya había pronosticado que se arrepentirían de lo hecho, y la amenazó con pegarla si no callaba. Era tan grande el sentimiento del leñador como el de su esposa, pero su pena aumentaba con las recriminaciones. Además, gustaba, como tantos otros, de las mujeres que dan un buen consejo a tiempo, pero no de aquellas que pretenden haberlo dado cuando la cosa ya no tiene remedio.
 
La leñadora estaba anegada en llanto y repetía. ¡Dios mío! ¿Dónde están mis pobres hijos?
 
Una vez pronunció con tanta fuerza estas palabras, que las oyeron los niños que estaban arrimaditos a la puerta, y comenzaron a gritar todos a tiempo:
 
¡Estamos aquí! ¡Estamos aquí!
 
La madre corrió a abrir y les dijo al abrazarles:
 
-¡Hijos míos; con cuanta alegría vuelvo a veros! Estáis muy cansados y tenéis hambre.
 
¡Cómo estás puesto de barro, Periquito! Voy a quitártelo.
 
Periquito era el mayor y el más querido, porque como ella tenía el color algo rojizo.
 
Pusiéronse a la mesa, y con tanto apetito comieron que gozosos les estuvieron mirando sus padres, mientras los niños, hablando casi siempre todos a la vez, les referían el miedo atroz que habían pasado en el bosque. Los pobres leñadores estaban locos de alegría al verles a su lado, alegría que duró tanto como los diez escudos; pero cuando acabó el dinero, acabó el gozo; volvió a apoderarse de ellos la tristeza de antes y resolvieron deshacerse de sus hijos, si bien con el propósito de llevarles más lejos que la vez primera para acertar el golpe.
 
No lograron hablar de su plan con tanto sigilo que no les oyera Meñiquín, quien resolvió tomar sus medidas como antes las había tomado; pero a pesar de haber madrugado mucho para ir a recoger piedrecitas blancas, no pudo realizar su idea porque la puerta estaba cerrada con doble vuelta de llave. Preocupado estaba sin saber qué hacerse; pero habiéndoles dado su padre un pedazo de pan a cada uno para desayunarse, se dijo que podía reemplazar las piedrecitas tirando migas por donde pasasen; y pensado esto, guardose el pan en el bolsillo.
 
Sus padres les llevaron al punto más espeso y oscuro del bosque; y al tenerles allí, los leñadores se escaparon por un caminito muy oculto. No fue grande la pena de Meñiquín, porque creía poder encontrar con facilidad el camino siguiendo las migas que había sembrado por donde había pasado; pero desagradable fue su sorpresa cuando no pudo dar ni siquiera con restos del pan, pues los pájaros se lo habían comido.
 
Héte a los niños llenos de aflicción, pues cuanto más andaban, más se extraviaban por el interior del bosque. Llegó la noche y sopló un ventarrón que les llenó de miedo, porque creían que sus rugidos eran los de los lobos que se encaminaban hacia donde estaban para devorarles. Tanto era su espanto que ni se atrevían a hablar ni a volver la cabeza. Para colmo de males cayó un chaparrón que les caló hasta los huesos. A cada paso resbalaban y se metían en el fango, de donde se levantaban muy sucios y sin saber qué hacerse de sus manos.
 
Meñiquín encaramose a lo alto de un árbol, deseoso de examinar los alrededores; y habiendo mirado a todas partes, vio muy lejos, más allá del bosque, una lucecita semejante a la de una vela. Bajó del árbol, y al llegar al suelo nada vio, lo que le llenó de pena. Siguieron andando a pesar de todo, procurando Meñiquín orientarse y guiar a sus hermanos hacia el punto donde había visto la luz; y al cabo de algún tiempo salieron del bosque y volvió a verla.
 
Llegaron, por último, a la casa donde brillaba la lucecita, no sin haber pasado mucho miedo, pues la perdían de vista cada vez que se metían en algún fondo. Llamaron y una buena mujer les abrió la puerta preguntándoles que querían. Meñiquín contestola que eran unos pobrecitos niños que se habían extraviado en el bosque y la rogaban les acogiese por caridad. Al verles tan lindos, la mujer se puso a llorar y les dijo:
 
¡Ah; pobres niños! ¿Dónde habéis venido? ¿Sabéis que esta es la casa de un Ogro que se come a los niños?
 
Al oír estas palabras, Meñiquín, que lo mismo que sus hermanos se puso a temblar como hoja de árbol, exclamó:
 
-¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer? Si no queréis darnos acogida en vuestra casa, seguro que los lobos del bosque nos comerán; y como no escaparíamos de sus dientes, preferimos que nos coma el Ogro, quien tal vez se compadezca de nosotros si vos se lo rogáis.
 
La mujer del Ogro creyó que podría ocultarles a su esposo hasta la mañana siguiente, y les permitió entrar, llevándoles para que se calentaran a una buena lumbre en la que se estaba asando un carnero para la cena del Ogro.
 
Cuando principiaban a calentarse resonaron tres o cuatro golpes dados con fuerza en la puerta. Era el Ogro que volvía. Inmediatamente su mujer hizo ocultar a los niños debajo de la cama y fue a abrir la puerta. Lo primero que preguntó el Ogro fue si la cena estaba dispuesta y si había vino, y luego se sentó a la mesa. El carnero estaba a medio asar, pero esta circunstancia lo hizo más apetitoso para el Ogro. Olía a derecha e izquierda y decía que por allí había carne fresca.
 
-Hueles esa ternera que he preparado, le dijo su mujer.
 
-Huelo carne fresca, huelo carne fresca, repitió el Ogro mirando de través a su esposa; y hay en casa algo que no veo.
 
Al decir estas palabras se levantó de la mesa y se fue hacia la cama.
 
¡Ah! Exclamó; ¡querías engañarme, mujer maldita! No sé por qué no te como a ti también, pero te salva el estar tan dura. Tengo en estos niños carne fresca para obsequiar a tres ogros amigos míos, que deben venir a verme uno de esos días.
 
Les sacó debajo de la cama uno tras otro, y las pobres criaturas se arrodillaron pidiéndole perdón; pero tenían que habérselas con el más cruel de los ogros, quien lejos de sentir piedad por ellos, ya les estaba devorando con los ojos y decía a su mujer que constituirían un plato exquisito cuando les hubiese aderezado con una buena salsa.
 
Fuese en busca de un buen cuchillo y se acercó otra vez a los niños, afilándolo con una larga piedra que sostenía con la mano izquierda. Tenía ya asido un niño cuando su mujer le dijo.
- ¿Qué quieres hacer a esta hora? ¿No quedará tiempo mañana?
 
-Cállate, gritó el Ogro; si espero a mañana, peor para ellos, pues pasarán una noche de miedo.
-Te se echaría a perder tanta carne, replicó la mujer, pues tienes una ternera, dos carneros y la mitad de un cerdo.
 
-Es verdad, dijo el Ogro. Dales cena abundante para que no enflaquezcan y llévales a la cama.
 
Llena de alegría dioles de cenar la buena mujer, pero el espanto no permitió a los niños probar bocado. El Ogro se puso de nuevo a beber; y muy satisfecho porque tenía carne fresca con que obsequiar sus amigos, apuró una docena de vasos más que de costumbre, exceso que le puso algo alegre obligándole a acostarse.
 
El Ogro tenía siete hijas de corta edad, las ogras tenían el color muy sano porque sólo comían carne fresca, como su padre, pero sus ojos eran grises y redondos, la nariz encorvada, la boca grande y los dientes muy agudos y separados. Aún no era muy malas, pero prometían serlo, porque ya mordían a los niños para chupar su sangre.
 
Las habían acostado temprano y las siete dormían en una cama muy ancha, teniendo cada niña una corona de oro en la cabeza. Había en el mismo cuarto otra cama tan grande como la primera, y en ella acostó la mujer del Ogro a los niños, hecho lo cual fuese a dormir.
 
Meñiquín había observado que las hijas del Ogro llevaban coronas de oro, y temiendo que el padre no se arrepintiese de no haberles degollado cuando se proponía hacerlo, se levantó a eso de media noche, y tomando los gorros de dormir de sus hermanos y el suyo, acercose de puntillas a la otra cama, les puso con sumo cuidado los gorros a las siete hijas del Ogro, después de haberlas quitado las coronas de oro, que colocó en la cabeza de sus hermanos y de la suya para que el Ogro les tomara por sus hijas, y a éstas por los niños a quienes quería degollar. El resultado fue tal como había pensado, pues el Ogro despertó a eso de media noche, pesole haber aplazado para el día siguiente lo que pudo hacer la víspera; saltó bruscamente de la cama, y empuñando la cuchilla se dijo:
 
-Vamos a ver cómo están aquellos chiquillos y demos buena cuenta de ellos.
 
Subió a tientas al dormitorio de sus hijas y se acercó a la cama donde estaban los niños, que dormían todos, excepción hecha de Meñiquín; y por cierto que grande fue su miedo cuando el Ogro le tocó la cabeza después de haber hecho lo mismo con sus hermanos. El Ogro, al tocar las coronas de oro, se dijo:
 
-Iba a hacer un disparate. Me convenzo de que ayer bebí demasiado.
 
Fuese enseguida a la otra cama, y habiendo tocado los gorros de dormir de los niños, murmuró:
-¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! Aquí están los chiquillos. Vamos a la obra.
 
Al decir estas palabras degolló sin vacilar a sus siete hijas, y muy satisfecho volvió luego a acostarse.
-En cuanto Meñiquín oyó los ronquidos del Ogro, despertó a sus hermanos y les dijo que se vistieran sin perder momento y le siguieran. Bajaron sin meter ruido al jardín y saltaron la tapia, corriendo toda la noche, siempre temblando y sin saber a dónde iban.
 
Habiendo despertado el Ogro, dijo a su mujer:
 
-Ve a arreglar a los chiquillos de ayer noche. Mucho sorprendió a la Ogra la bondad de su marido, no sospechando de qué manera quería que arreglase a los niños. Creyó de buena fe que se trataba de vestirles y fuese al cuarto, donde vio a sus siete hijas degolladas y nadando en un mar de sangre. Ante tal espectáculo cayó sin sentido, y en vista de su tardanza subió el Ogro para enterarse de lo que ocurría. Su asombro no fue menor que el de la esposa al encontrarse delante de espectáculo tan horroroso.
 
-¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?, rugía. -¡Me la pagarán! ¡Me la pagarán aquellos malditos!
 
Roció con agua la cara de su mujer, que recobró el sentido, y le dijo:
 
-Dame mis botas de siete leguas para que pueda atraparles.
 
Salió de la casa, y después de haber corrido mucho y en todas direcciones en busca de los niños, por último tomó por un camino que era el que seguían los hijos el leñador, que sólo distaban unos cien pasos de la casa de sus padres. Vieron al Ogro que pasaba de una montaña a otra montaña y atravesaba los ríos con tanta facilidad como si hubieran sido arroyos. Meñiquín notó que cerca había una roca cóncava; ocultó en ella a sus hermanos y luego metiose él también dentro, pero siempre fija la mirada en el Ogro para observar todos sus movimientos. El Ogro estaba muy cansado a causa del mucho camino que había andado inútilmente, pues hay que saber que las botas de siete leguas fatigan de una manera extraordinaria a los que las llevan, y quiso reposar, sentándose por casualidad en la misma roca donde estaban escondidos los siete niños.
 
Su fatiga era extrema y durmiose al poco rato, roncando con tanto estrépito que el miedo de las pobres criaturas fue tan grande como cuando empuñaba la espantosa cuchilla para matarles. Meñiquín no tuvo tanto miedo y dijo a sus hermanos que huyesen con presteza, refugiándose en su casa mientras el Ogro dormía a pierna suelta.
 
Siguieron su consejo y muy pronto estuvieron a lado de sus padres.
 
Meñiquín se acercó al Ogro, quitole con suavidad las botas y se las puso. Las botas eran muy grandes y anchas, pero como estaban encantadas, tenían el don de ensancharse o estrecharse según era quien las llevaba, de manera que quedaron tan ajustadas a sus piernas y a sus pies como si para él se hubiesen hecho. Cuando tuvo las botas puestas fuese a la corte donde sabía que era grande la inquietud porque no se tenían noticias de un ejército que estaba a doscientas leguas, ni de la batalla que se había dado. Fuese en busca del rey y le dijo que si quería le traería nuevas del ejército antes de terminar el día. El rey le prometió una fuerte cantidad de dinero si hacía lo que prometía. Meñiquín cumplió, pues aquella misma noche volvió a la corte y el rey supo cuanto quiso saber de su ejército. Habiendo desempeñado de una manera tan admirable su oficio de correo, ganó todo el dinero que quiso, pues el rey le pagó con esplendidez para que llevase sus órdenes al ejército; y todos los de la corte que desearon tener noticias de personas ausentes, de él se sirvieron, recompensándole con largueza.
 
Después de haber servido durante algún tiempo de correo y de haber reunido mucho dinero, volvió a casa de sus padres, cuya alegría al verle no puede referirse. Meñiquín cuidó de que toda la familia viviese con holgura, procurando buenas colocaciones a su padre y a sus hermanos, de modo que la miseria desapareció por completo de aquella casa y en ella reinó la dicha, gracias a aquel niño que antes era el más desdeñado.

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(Por haber transcurrido más de 70 años desde que fallecieron los autores y traductora, el contenido narrativo original de estos cuentos son de "dominio público”. En el año 2005, fueron nombrados Patrimonio Cultural de la Humanidad)

Pellejo de Asno – Cuentos Originales de Charles Perrault



Érase un rey el más poderoso de la tierra, tan amable en la paz como terrible en la guerra. Sus vecinos le respetaban y temían y reinaba la mayor tranquilidad en sus Estados, cuya prosperidad nada dejaba que desear, pues con las virtudes de los ciudadanos brillaban las artes, la industria, y el comercio. Su esposa era tan cariñosa y encantadora y tantos atractivos tenía su ingenio, que si el rey era dichoso como soberano, más lo era como marido. Tenían una hija, y como era muy virtuosa y linda, se consolaban de no haber tenido más hijos.
 
El palacio era muy vasto y magnífico. En todas partes había cortesanos y criados. Las cuadras estaban llenas de arrogantes caballos y de bonitas jacas cubiertas de hermosos caparazones de oro y bordados; y por cierto no eran los caballos los que atraían las miradas de los que visitaban aquel sitio, sino un señor asno, que en el punto mejor y más vistoso de la cuadra erguía con arrogancia sus largas orejas. Bien merecía la referencia, pues tenía el privilegio de que lo que comía saliese transformado en relucientes escudos de oro, que eran recogidos todas las mañanas al desertar el asno.
 
Turbó la felicidad de los regios esposos una aguda enfermedad sufrida por la reina, que se fue agravando a pesar de haberse acudido a todos los auxilios de la ciencia y de haber llamado todos a los médicos. Comprendió la enferma que se aproximaba su última hora, y dijo al rey:
 
-Antes de morir quiero hacerte una súplica. Si cuando haya dejado de existir quieres volver casarte…
-¡Jamás! ¡Jamás! -exclamó el rey sollozando.
 
-Tal es tu propósito en este instante y me lo hace creer el amor que siempre te he inspirado; pero para que la seguridad sea mayor, quiero me jures que no has de volver a casarte a menos de hallar una mujer que me supere en belleza y en prudencia, la única a quien podrás hacer tu esposa.
 
Con los ojos llenos de lágrimas lo juró el príncipe, y poco después la reina exhaló en sus brazos el último suspiro, siendo grande la desesperación de su esposo. El dolor trastornó algo su razón, y a los pocos meses dio en mandar comparecer a su presencia a todas las jóvenes de la corte, después a las de la ciudad y luego a las del campo, diciendo que se casaría con la que fuera más bella que la reina difunta; pero como ninguna podía compararse con ella, todas eran rechazadas. El rey acabó por dar evidentes muestras de locura, y cierto día declaró que la infanta, que realmente era más bella que su madre, sería su esposa. Los cortesanos le hicieron presente que tal boda era imposible porque la infanta era hija suya, pero como es difícil hacer entrar en razón a un loco, el rey vociferó que querían engañarle pues él no tenía hijas.
 
La pobre princesita, al saber lo que ocurría, fuese llorosa a encontrar a su madrina, que era la más poderosa de las hadas, la que exclamó al verla:
 
-Sé lo que te trae a mi casa. Como tu padre desgraciadamente ha perdido la razón, no conviene que le contraríes abiertamente. Dile que antes de acceder a ser su esposa quieres un vestido de color de cielo, y no podrá dártelo.
 
Siguió la princesa el consejo de la Hada, y el rey llamó a todas las modistas y les dijo que las ahorcaría si no hacían un vestido de color de cielo. Impulsadas por el miedo pusieron manos a la obra, a los dos días tenía el vestido la infanta, que con lágrimas en los ojos se vio obligada a reconocer que su deseo había quedado satisfecho. Su madrina, que estaba en palacio, le dijo en voz baja:
 
-Pide un vestido más brillante que la luna, y no podrá dártelo.
 
Apenas hizo la demanda la princesa, el rey mandó llamar al que estaba encargado de los bordados de palacio y le dijo:
 
-Quiero dentro de cuatro días un vestido más brillante que la luna.
 
En el plazo señalado la infanta tuvo el vestido que eclipsaba el brillo de la luna. Al verlo la madrina murmuró al oído de su ahijada:
 
-Pide un vestido más brillante que el sol, y no podrá dártelo.
 
El rey mandó llamar a un rico diamantista y le dio la orden de hacer un vestido de brocado y piedras preciosas, amenazándole con mandarle cortar la cabeza si no lograba satisfacer sus deseos. Antes de terminar la semana la infanta tuvo el vestido, y al verlo fue grande su desesperación porque era más brillante que el astro del día. Entonces le dijo su madrina:
 
-Mientras posea el asno que constantemente llena su bolsa de escudos de oro, podrá satisfacer todos tus deseos. Pídele el pellejo el asno, como en tan rara bestia consisten sus principales recursos, no te lo dará.
 
Hizo la infanta lo que la Hada le aconsejaba y el rey mando sin vacilar matar el asno, despellejarlo y llevar la piel a la joven, que quedose abatida pues ya no sabía qué pedir. Animola su madrina recordándola que nada hay que temer cuando se obra bien, y luego la dijo que sola y disfrazada huyese a algún lejano reino.
 
-Aquí tienes, -añadió-, una caja donde pondremos todos tus vestidos, tus adornos, tu espejo, los diamantes y los rubíes. Te doy mi varita, y llevándola en la mano la caja te seguirá siempre oculta bajo tierra; cuando quieras abrirla, toca el suelo con la varita e inmediatamente aparecerá la caja. Para que nadie te conozca cúbrete con el pellejo del asno y nadie creerá que se oculte una hermosa princesa debajo de tan horroroso disfraz.
 
Siguió la princesa las indicaciones de su madrina y se alejó de los Estados de su padre. En cuanto el rey notó su ausencia envió mensajeros en su busca y todo lo revolvió, pero sin poder averiguar qué había sido de ella. La infanta, mientras tanto, continuaba su camino, pidiendo limosna a cuantos encontraba y deteniéndose en todas las casas para preguntar si necesitaban una criada; mas tan horroroso era su aspecto que no hubo quien quisiera tomarla a su servicio. Y siguió andando, andando, y fue lejos, muy lejos; y por último llegó a una alquería cuyo dueño necesitaba una porcallona para fregar, barrer y limpiar la gamella de los cerdos. Relegada a un rincón de la cocina, burlábanse de ella los criados, que procuraban contrariarla y molestarla, siendo blanco de sus groseras burlas.
 
Los domingos podía descansar, pues en cuanto había terminado sus quehaceres más indispensables, entraba en el tugurio que la habían destinado; y una vez cerrada la puerta, se quitaba el pellejo de asno, se peinaba, se adornaba con sus joyas se ponía unas veces el vestido de luna otras el de sol o el de cielo, si bien el espacio era reducido para la holgada cola de tales trajes. Se miraba ante el espejo y era mucha su alegría al verse joven, blanca, sonrosada y más bella que las demás mujeres. Estos momentos de júbilo le daban aliento para sufrir todas las contrariedades de los otros días y esperar el próximo domingo.
 
Olvidé decir que en la alquería donde había hallado colocación la infanta, tenía su corral un rey muy poderoso, y que allí se criaban las aves más raras y los animales más preciosos, que ocupaban diez grandes patios. El hijo del rey iba con frecuencia a la alquería al regresar de la caza, donde descansaba con sus acompañantes tomando algún refresco. El príncipe era muy arrogante y bello, y al verle Pellejo de Asno desde lejos, conoció por los latidos de su pecho que debajo de sus harapos aún latía el corazón de una princesa. Sin poder evitarlo se decía:
 
-Sus maneras son nobles, hermoso el rostro, simpático su aspecto. ¡Dichosa la mujer que logre merecer su amor! Si él me hubiese regalado un vestido, sería para mí más rico que el de sol y el de luna.
 
Un día se detuvo el príncipe en la alquería, y recorriendo los patios para examinar las aves y los animales, llegó delante del mísero aposento donde vivía Pellejo de Asno, y por casualidad se le ocurrió mirar por el ojo de la cerradura. Como era domingo vio a la porcallona vestida de oro y diamantes, más hermosa que el sol. El príncipe contemplola deslumbrado sin poder contener los latidos de su corazón, y por más que le admirara el vestido más le admiró su belleza. El blanco y sonrosado color de su tez, los arrogantes perfiles de su cara y su espléndida juventud, unido todo a cierto aire de grandeza realzada por la modestia, que era espejo del alma, enloquecieron de amor al príncipe.
 
Tres veces levantó el brazo para derribar la puerta, pero otras tantas le contuvo el temor de hallarse delante de una hada y retirose a su palacio pensativo. Suspiró desde entonces noche y día, huyó de todas las diversiones, incluso la de la caza, y perdió el apetito. Preguntó quién era aquella admirable belleza que vivía en el fondo de un corral, al extremo de un espantoso callejón, en el que la oscuridad era completa en pleno día, y se le contestó que se la llamaba Pellejo de asno, a causa de la piel que llevaba en el cuello; añadiendo que no había cómo mirarla para sentirse curado de amor, pues era más fea que la más horrible fiera.
 
Por más que le dijeron no quiso creerles, pues guardaba grabada en su corazón la imagen de la infanta. La reina, que no tenía otro hijo, lloraba sin cesar al verle languidecer. En vano le preguntó en qué consistía su enfermedad, pues el príncipe permaneció mudo, y lo único que pudo lograr fue le dijera que deseaba comer una empanada hecha por Pellejo de Asno. No supo la reina a quien se refería su hijo, y habiéndolo preguntado, le contestaron:
 
-¡Cielo santo! Pellejo de asno es, señora, un negro topo más asqueroso que el más sucio pinche de cocina.
 
-No importa, -exclamó la reina-; puesto que el príncipe quiere una empanada hecha por ella, es necesario darle gusto.
 
La madre amaba extraordinariamente a su hijo, y si le hubiese pedido la luna, hubiera procurado dársela.
 
Pellejo de Asno tomó harina, que había cernido para que fuese más fina, sal, manteca y huevos frescos, y se encerró en su habitación. Limpiose el rostro, las manos y los brazos; se puso un delantal de plata y dio comienzo a su tarea. Se cuenta que, mientras trabajaba, se le cayó del dedo, fuese casualidad o no lo fuese, uno de sus anillos de gran precio, lo que parece indicar que sabía que el príncipe la había estado mirando por el agujero de la cerradura y que de ella estaba enamorado. Sea lo que fuere, el hijo del rey comió con mucho apetito la empanada, que halló exquisita, y por poco se traga el anillo. Afortunadamente se fijó en él admirole la esmeralda, que era preciosa, y en especial el estrecho aro de oro, que marcaba la forma del dedo de su dueña.
 
Lleno de alegría guardó la sortija, de la que no volvió a separarse. Pero su mal fue en aumento, y consultados los médicos dijeron que estaba enfermo de amor. Resolvieron sus padres casarle, y el príncipe les contestó:
 
-Solo me casaré con la joven a cuyo dedo se ajuste este anillo.
 
Grande fue la sorpresa del rey y de la reina al oír tan extraña exigencia, pero como el estado del príncipe era muy grave, no se atrevieron a contrariarle e inmediatamente anunciaron que se casaría con el príncipe la joven, aunque no fuese de sangre real, cuyo dedo entrara en el anillo. Todas se dispusieron a hacer la prueba, y hubo charlatanes que prometieron adelgazar los dedos, proponiéndose ganar algunos escudos, como aquellos que no teniendo ningún oficio ni sabiendo cómo vivir de su trabajo, se meten a curanderos para convertir en comida la lana que trasquilan al prójimo; joven hubo que rascó su dedo con un cuchillo; otra consintió en que cortaran carne del suyo para adelgazarlo y no faltó quien lo tuviera muchas horas comprimido ni tampoco quien lo sometiera al efecto de cierto líquido para que se lo dejara despellejado.
 
Diose principio a la prueba, comenzando por las princesas, a las que siguieron las duquesas, marquesas, condesas y baronesas, siendo el anillo demasiado estrecho para cuantos dedos se presentaron. Comparecieron las demás jóvenes, más todos los ensayos resultaron inútiles. Llegoles el turno a las criadas y fregonas, pero el anillo quedose sin colocación, y creyose que el príncipe moriría de pena, pues sólo faltaba Pellejo de Asno y a ninguna persona sensata podía ocurrírsele que la porcallona estuviese destinada a ser reina.
 
-¿Por qué no? -exclamó el príncipe.
 
Todos sonrieron, pero el príncipe añadió:
 
-Entra, Pellejo de Asno, hágase la prueba.
 
Introducida la fregona a presencia de la corte, sacó de debajo de la asquerosa piel una manecita de marfil ligeramente sonrosada; hicieron la prueba, y el anillo se ajustó a su dedo de tal manera que los cortesanos no acertaban a volver de su asombro. Dijéronla que debía presentarse ante el rey y la aconsejaron con la sonrisa de la mofa en los labios que se pusiera otro vestido menos sucio. Pellejo de Asno fue a cambiarse de vestido, y cuando volvió a comparecer ante la corte, las burlonas risas se trocaron en exclamaciones de admiración, porque nadie recordaba haber visto belleza semejante, realzada por unos ojos azules, rasgados y de mirada dulce, pero llena de majestad. Sus rubios cabellos recordaban los rayos del sol; su talle la esbeltez de la palmera; sus diamantes deslumbraban y su traje era tan rico que no admitía comparación. Todos aplaudieron, en particular las señoras, y el rey estaba loco de contento al ver a la novia de su hijo; y si loco estaba el rey, no sabemos qué decir de la reina y, en particular, del enamorado príncipe.
 
Inmediatamente se dieron las órdenes para que se celebrara la boda y el rey convidó a todos los monarcas vecinos, quienes abandonaron sus Estados, montados unos en grandes elefantes, otros caballeros en corceles con arneses de oro y plata, y algunos se embarcaron en naves que tenían velas de púrpura. Pero aunque todos los príncipes rivalizaron en lujo para evidenciar su poderío, ninguno igualó al padre de la joven desposada, que ya había recobrado la razón. Grande fue su sorpresa y mayor su alegría al encontrar a su hija, a quien abrazó llorando de júbilo; y tanto como su sorpresa fue el contento del príncipe al saber quién era su novia. En aquel instante apareció la madrina, que contó todo lo ocurrido, y luego celebráronse las bodas y todos fueron dichosos.

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(Por haber transcurrido más de 70 años desde que fallecieron los autores y traductora, el contenido narrativo original de estos cuentos son de "dominio público”. En el año 2005, fueron nombrados Patrimonio Cultural de la Humanidad)


Grisélida – Cuentos Originales de Charles Perrault

No lejos de los Alpes vivía un príncipe, joven y bravo, en quien la naturaleza había agotado sus dones, y de todos muy amado. Su instrucción era distinguida, su valor en la guerra le había ganado justa fama y su afición a las Bellas Artes era mucha. A fuer de hombre de elevados sentimientos, deseaba realizar grandes proyectos y cuanto puede hacer digno a un príncipe de ocupar un puesto privilegiado en las páginas de la historia, distinción que se propuso merecer dedicándose con predilección a labrar la felicidad de su pueblo, par parecerle esta gloria más sólida que la que se conquista en los campos de batalla. Pero tenía el príncipe un defecto, cosa nada rara, pues la imperfección es difícil si no imposible. Y consistía en su monomanía contra las mujeres, porque en ellas solo veía engaño y perfidia. Otros tienen tal preocupación, necia y vulgar, que, por lo visto, también puede alcanzar a los grandes de la tierra. Por tal idea dominado hizo el propósito de permanecer soltero, con gran disgusto de sus súbditos, quienes, por lo demás, estaban de él muy contentos, pues empleaba la mañana en el despacho de los negocios del Estado, procurando administrar recta justicia, amparar a los débiles, a las viudas y a los huérfanos y disminuir los impuestos. La tarde la dedicaba a la caza.


 
Temerosos sus súbditos de que al morir tan buen príncipe no hubiese quien le sucediera en el trono, resolvieron enviarle una diputación para suplicarle que se casara. Buscose el mejor de los oradores para que pronunciara el discurso. El elegido pasó muchos días estudiando lo que había de decir al príncipe, y, por último, le soltó la arenga delante de los comisionados, pronunciándola con aire grave y diciéndole, en resumen, que la felicidad del Estado exigía que contrajera matrimonio.
El príncipe contestó:
 
-Vuestras palabras patentizan vuestro afecto, y deseo complaceros; pero debéis tener presente que el matrimonio es asunto delicado, pues muchas jóvenes, modestas, pudorosas y buenas al lado de sus padres, se transforman una vez casadas, y se convierten en malas cualidades las que antes eran excelentes. La cándida se trueca en coqueta, la prudente en alborotadora, la que era alegría de su casa en infierno de la del marido; la económica en derrochadora, la modesta en imperiosa, y la que no osaba levantar la voz en el hogar paterno, quiere mandar en absoluto en el del esposo. Me espantan tales defectos; pero como quiero contentaros, buscad una joven beldad sin orgullo, sin vanidad, obediente, que no tenga más voluntad que la de su marido, y cuando hayáis dado con ella, será mi esposa.
 
Dada la respuesta, el príncipe montó a caballo, y a escape dirigiose en busca de su traílla, que se había adelantado y le esperaba en la llanura. En cuanto llegó, soltáronse los perros, resonaron las trompas y comenzó la cacería, ganándoles a todos en ardor; y tanto fue este y tanto se alejó de su comitiva, que al detener el caballo cubierto de sudor después de una vertiginosa carrera, observó que estaba solo y que no oía los ladridos de los perros ni los ecos de las trompas.
 
Hallose en un sitio encantador, donde los arroyuelos murmuraban, las flores del prado perfumaban el ambiente y los verdes árboles daban fresca sombra; y mientras estaba extasiado en la contemplación de la naturaleza, apareció a su vista una joven; y tal efecto le produjo, que creyó eran los ojos del corazón los que la miraban, no los del cuerpo. La joven era una pastora que estaba apacentando su rebaño y mientras tanto hilaba a orillas de un arroyo. Su tez era blanca, sus mejillas recordaban las rosas, sus labios el clavel, sus ojos el azul del cielo y su mirada la luz de las estrellas.
 
El príncipe no se cansaba de mirarla; dirigiose hacia ella, y como al ruido levantase la cabeza y le viera, de tal manera tiñose de grana su rostro, que el príncipe creyó que aquel día la aurora se había asomado dos veces al horizonte. Debajo de su rubor el príncipe descubrió una sencillez, una dulzura, una sinceridad de que había creído incapaz al bello sexo, y presa de una emoción por él hasta entonces desconocida, se acercó con timidez a la pastora y le dijo:
 
-He perdido de vista a mis compañeros. ¿Podríais decirme si la cacería ha pasado por aquí?
 
-No, señor, contestó la joven; pero os enseñaré un camino que os llevará al lado de vuestros amigos.
 
-Gracias, bella joven, añadió el príncipe. Muchas veces he estado en estos lugares, pero hasta ahora no he sabido ver lo más precioso que hay en ellos.
 
Al decir estas palabras, inclinose para beber en el arroyo y apagar la ardiente sed que le devoraba.
-Esperad un momento, añadió ella.
 
Saltando como un jilguero, fue a su cabaña y volvió con la sonrisa en los labios ofreciendo al príncipe un vaso que, con ser de barro, pareciole más precioso que los de oro y plata. Luego de haber bebido guiole la pastora a través del bosque, fijándose el príncipe en el sitio por donde pasaban, porque deseaba ver de nuevo a la joven. Por último, descubrieron la llanura y a lo lejos el palacio del príncipe, quien se separó de la pastora no sin tristeza; y en ella pensando, a paso lento se encaminó a su suntuosa morada. Tan grabada tenía su imagen en su corazón, que al día siguiente salió a cazar más temprano que de costumbre, y guiándose por sus recuerdos, dio con el arroyo, con el rebaño y con la pastora.
 
Trabó conversación con ella y supo que era huérfana de madre y vivía con su padre, siendo su nombre Grisélida. De los frutos de la tierra se alimentaban y de la leche de las ovejas, cuya lana hilaba, tejiéndose los vestidos sin recurrir para nada a la ciudad. A medida que oía a la joven, la llama del amor iba en aumento en el corazón del príncipe, porque se le aparecían las bellezas del alma de la pastora. Con sentimiento despidiose de ella, y al llegar a su palacio mandó reunir su consejo y le dijo:
 
-Mis pueblos quieren que me case, y accediendo a sus deseos, he buscado la mujer que ha de compartir conmigo el trono. Entre vosotros la he hallado y es hermosa, prudente y honesta. Al elegirla de este país, he hecho lo que mis antepasados muchas veces hicieron. No os diré quién es la preferida hasta el día de la boda.
 
La noticia cundió con tanta rapidez que al poco rato no hubo quien la ignorara, siendo general la alegría y grande la satisfacción del orador que había expuesto al príncipe la conveniencia de casarse, pues atribuía únicamente a su discurso el mérito de la resolución. Cada joven creyó que ella era la elegida y todas se vistieron con coquetería, hablaron con melindre y se peinaron con esmero. Comenzaron lo preparativos para los festejos públicos; se levantaron arcos, se construyeron preciosos carros triunfales, se prepararon castillos de fuegos artificiales y se anunciaron funciones gratuitas.
 
Por fin llegó el tan esperado día de las bodas, y antes de amanecer ya estaba todo el mundo levantado, en particular las jóvenes casaderas, que esperaban la llegada del mensajero que debía pronunciar el nombre de la elegida. El pueblo lanzose a la calle, donde los soldados mantenían la circulación. Resonaron músicas, clarines y tambores en el palacio, y por último salió el príncipe rodeado de su corte, siendo acogido por entusiastas aclamaciones. Siguiéronle todos con la mirada, y general fue la sorpresa al verle salir de la ciudad y dirigirse al vecino bosque como tenía por costumbre todos los días. La alegría trocose en desencanto, pues el pueblo supuso que, dominado por su pasión por la caza, había dado al olvido la boda.
 
La sorpresa de la corte no era menor que la del pueblo, y fue en aumento cuando el príncipe se internó en lo más profundo del bosque. Al llegar delante de la cabaña de la pastora, se detuvo. En aquel entonces salía Grisélida con un vestido nuevo, pues hasta ella había llegado la noticia del casamiento y quería ir a la ciudad para ver los festejos.
 
-¿A dónde vais?, le preguntó el príncipe con amoroso y dulce acento, mirándola tiernamente. No apresuréis el paso, pues la boda no puede realizarse sin vos. Yo soy el príncipe y os he elegido entre todas las bellezas de este país para pasar con vos el resto de mis días, si mi corazón halla correspondencia en el vuestro.
 
Llena de asombro y dominada por la emoción, la pastora balbuceó:
 
-¡Ah señor; cómo he de creer que sea cierto lo que decís, si soy una humilde campesina!
 
-Pero reináis en mi corazón. Vuestro padre, a quien he hablado, consiente en que seáis mi esposa, y para la boda sólo falta vuestro consentimiento. Deseoso de que la tranquilidad impere en mi hogar, os ruego juréis que nunca tendréis otra voluntad que la mía.
 
-Lo prometo y lo juro, contestó ella. Aunque me hubiese casado con el último aldeano, su yugo me sería dulce y en todo le obedeciera. ¡Cuánta no será mi obediencia si hallo en vos mi señor y mi esposo!
 
La corte aplaudió la elección. Las señoras que formaban parte de la comitiva entraron con Grisélida en la cabaña y la pusieron los vestidos que llevan las novias de los reyes; y todas se esmeraron en su obra, admirando mientras tanto el aseo de aquella pobre morada, que se cobijaba a la sombra de un plátano y parecía una mansión llena de encantos.
 
Al aparecer Grisélida, todos aplaudieron y celebraron su belleza realzada por el rico traje; pero el príncipe casi casi hubiera preferido verla con los sencillos vestidos de pastora. Los novios tomaron asiento en un soberbio carro de oro y de marfil y el príncipe mostrose más orgulloso al lado de Grisélida que cuando hacía su entrada triunfal después de haber obtenido una victoria. Seguidos de la corte se pusieron en marcha, y antes de llegar a la ciudad encontraron a todos sus habitantes que se habían esparramado por la llanura esperando con impaciencia el regreso. El carro rodaba con dificultad por entre la inmensa muchedumbre, que en cuanto pasaban los novios se unía a la comitiva que avanzaba en medio de incesantes aclamaciones, tan ruidosas que muchas veces llegaron a espantar a los caballos.
 
Celebrada la boda fueron a palacio y comenzaron las fiestas, tan magníficas que de otras iguales no había memoria. Grisélida, rodeada de sus damas, hablaba sin orgullo, pero como si hubiese nacido princesa; y en todo demostró tanta circunspección que no hubo quien no la admirara. Ajustó sus maneras a las de la corte, procuró estudiar el carácter de cuantos la rodeaban, y al poco tiempo los gobernaba con la misma facilidad que antes guiaba su rebaño.
 
Antes de terminar el año, el cielo bendijo su unión y nació una princesa. Hubieran preferido sus padres un varón, pero tantos eran los encantos de la niña que en ella concentraron todo su cariño. El príncipe no se cansaba de mirarla y la madre no apartaba de ella los ojos. Grisélida empeñose en ser su nodriza, diciendo que nadie como ella criaría a su hija.
 
Fuese que su pasión hubiese disminuido o que la mala idea que antes se tenía formada de las mujeres se hubiese renovado, creyó el príncipe que había poca sinceridad en las palabras y en los actos de su esposa, y comenzó a observarla primero, a vigilarla después, a contrariarla luego; acabando por mostrarse tan extremado que no la permitió salir del palacio ni consintió que tomase parte en los placeres de la corte. Como si esto no fuera bastante, la tuvo encerrada en su aposento, mostrándose desconfiado hasta de la luz del día, que sólo consintió entrara a medias; y, por último, pidiole de una manera brusca que le entregara todas las joyas que como prueba de amor le había regalado el día de su boda para que no realzara con adornos su natural belleza. Grisélida se las dio con el mismo placer con que las había recibido, porque se dijo que entonces, como ahora, complacía a su marido, cuya voluntad debía ser suya.
 
-Mi esposo y señor, pensó, me mortifica por ponerme a prueba, y hace bien, puesto que en medio de los placeres podría debilitarse mi virtud. Si tal no es el propósito de mi marido, bendito sea Dios que prueba mi constancia y mi fe, a cuya suprema bondad soy deudora de que por medio de tantas contrariedades quiera corregir mis defectos. Bendito sea ese rigor, que por más que me haga sufrir es tan provechoso; y bendita sea la bondad paternal de Dios y la mano de que se sirve para mi salvación!
A pesar de que Grisélida obedecía sin replicar todas las órdenes del príncipe, éste se decía:
 
-Su virtud es fingida y su hipócrita resignación se debe a que no la he herido en lo que ama. Su hija ha de vencerla.
 
Entró en su cámara y hallola que estaba jugando con la princesita después de haberla amamantado.
-Mucho la amas, murmuró su marido, pero es necesario que te separes de ella porque quiero que desde la más tierna edad se formen sus costumbres y, además, preservarla de ciertos defectos que a tu lado podría adquirir. Su buena suerte ha querido que encontrase una dama de talento que sabrá infundir en su alma todas las virtudes y darle la educación que corresponde a una princesa. Por lo tanto disponte a separarte de tu hija, pues en breve vendrán por ella.
 
Pronunciadas estas palabras salió el príncipe de la estancia, pues no tuvo el corazón bastante duro para presenciar el cumplimiento de sus órdenes y ver cómo arrebataban la única prenda de su amor a Grisélida, que llorando y abatida esperó el fatal momento. Cuando apareció la persona encargada de dar cumplimento al mandato del príncipe, la infeliz madre murmuró:
 
-Es necesario obedecer.
 
Abrazó a su hija; pareció querer devorarla con la mirada, besola con la efusión del cariño maternal y llorando a mares se separó de ella.
 
Cerca de la ciudad había un monasterio famoso por su antigüedad, habitado por monjas sujetas a una regla austera y regidas por una abadesa ilustre por su piedad. Allí fue llevada la niña sin declarar su nombre ni cuna; si bien algunas preciosas alhajas que se la hallaron, indicaron que no quedarían sin recompensa los cuidados que se la prodigaran. El príncipe se entregó con más ardor que antes a los violentos ejercicios de la caza para ahogar la voz de su conciencia, que le reprendía su crueldad, y cuando volvió a presentarse delante de su esposa lo hizo con el recelo del que va a hallarse enfrente de una fiera a la que ha arrebatado sus pequeñuelos; pero Grisélida le recibió con la misma ternura y tuvo para él sonrisas tan dulces como en los mejores días de su felicidad. Tal proceder conmoviole, mas logró la desconfianza dominarle; y dos días después, queriendo sujetar a su esposa a más rudas pruebas, le dijo con fingido sentimiento que su hija había muerto.
 
Tan funesto fue el efecto producido por la terrible nueva, que el príncipe sintió por un instante el vehemente deseo de poner término al dolor de Grisélida diciéndola que la noticia era inexacta; pero siempre desconfiado, quedaron vencidos los nobles ímpetus de su corazón. La infeliz princesa procuró hacerse superior a sus penas y mostrarse cada vez más amante con su marido.
 
Quince años transcurrieron sin que nada turbase la paz perfecta en que vivían, mostrándose ambos igualmente cariñosos, luego si alguna vez el príncipe la contrariaba era para mostrarse después más enamorado; y mientras tanto creció la joven princesa, hermosa, reflexiva, dulce, candorosa, vivo retrato de su encantadora madre, a cuyas cualidades reunía las nobles de su ilustre padre. Viola por casualidad un joven cortesano, de alta prosapia, superando a la cuna la belleza y los dotes, y de ella enamorose locamente. Adivinó la princesa el amor que inspiraba, y transcurrido algún tiempo, también ella acabó por enamorarse. Quiso la casualidad que el príncipe hubiese fijado la atención en el joven y deseara casarlo con su hija; pero siempre desconfiado, se propuso ponerle a prueba y discurrió de la siguiente manera:
 
-Quiero hacerles dichosos casándoles, pero antes es necesario que la zozobra y el temor les hagan apreciar en todo su valor su felicidad. Al mismo tiempo realzaré por medio de la piedra de toque del sufrimiento la paciencia de mi esposa, no ya, como hasta el presente, para tranquilizar mi loca desconfianza, puesto que no me es posible dudar de su amor, sino para que su bondad, su dulzura, su admirable prudencia brillen a los ojos de todo el mundo y todos la respeten al admirar sus nobles y extraordinarias cualidades.
 
Inmediatamente manifestó a la corte que habiendo muerto la hija nacida de su matrimonio, que calificó de loco, y no teniendo, por lo tanto, sucesión, quería tomar esposa de ilustre cuna para asegurar un sucesor al Estado, añadiendo que la futura princesa había sido educada en un convento.
 
Terrible fue la nueva para los jóvenes amantes. El príncipe dijo acto seguido a Grisélida que era necesaria la separación para evitar mayores desgracias, pues indignado el pueblo de su humilde cuna le obligaba a contraer más ilustre alianza.
 
-Es necesario, añadió el príncipe, que volváis a vuestra cabaña, vistiendo antes las ropas de pastora que he mandado prepararos.
 
La princesa oyó pronunciar su sentencia procurando mostrarse resignada y sin despegar los labios para quejarse; y si bien hizo grandes esfuerzos para que su rostro permaneciese tranquilo, no pudo impedir que gruesas lágrimas rodasen por sus mejillas.
 
-Sois mi marido y señor, le dijo lanzando un suspiro y próxima a desmayarse, y por terribles que sean vuestras palabras, he de demostraros que nada me es tan querido como la obediencia cuando de vuestras órdenes se trata.
 
Inmediatamente después retirose a sus habitaciones, y despojándose de sus ricos trajes, con la frente serena y sin murmurar, volvió a vestir el de pastora. Luego dijo al príncipe:
 
-No puedo alejarme de vuestro lado sin que me perdonéis por no haber sabido satisfacer todos vuestros deseos. Nada me importa la miseria, pero no puedo acostumbrarme a la idea de vuestro desprecio. Perdonadme y viviré contenta en mi pobre cabaña, sin que jamás disminuyan el respecto y el amor que os profeso.
 
Tanta sumisión y grandeza de alma reveladas debajo de un humilde traje, impresionaron con fuerza al príncipe, que sintiendo avivarse la llama de su pasión tan fuerte como en los primeros días, dio un paso para abrazar a Grisélida; pero se contuvo deseoso de no ceder hasta el último momento, y contestó con acento duro:
 
-He dado al olvido lo pasado. No me disgusta vuestro arrepentimiento. Podéis iros.
 
Fuese Grisélida, apoyada en el brazo de su padre, que también había vuelto a tomar sus humildes vestidos, derramando ambos en silencio amargas lágrimas.
 
-Volvamos a nuestra cabaña, le dijo Grisélida, y abandonemos sin pesar la pompa de los palacios. No hay tanta magnificencia en nuestra pobre morada, pero en cambio nos brinda con la tranquilidad y con la paz.
 
Apenas hubo llegado a la casita donde nació, volvió a hilar y a apacentar su rebaño, sentándose a orillas del arroyo donde por primera vez la había visto el príncipe. Con frecuencia levantaba los ojos al cielo para pedirle que colmara de dichas, riquezas y gloria a su esposo. El príncipe mandó llamarla y le dijo:
 
-Grisélida: quiero que la princesa con quien me caso esté contenta de vos y de mí. Mañana es la boda y os ordeno que me ayudéis para que nada turbe su alegría y sepa cuáles son mis deseos a fin de que pueda complacerme. Dispondréis sus habitaciones, teniendo en cuenta que se trata de una joven princesa a la que amo tiernamente; y para que os convenzáis de que es digna de mi cariño, quiero que la admiréis.
 
Vio Grisélida a la joven y pareciole que veía a la aurora, sintiendo su corazón afectos tan dulces como inexplicables. Al ver aquel hermoso rostro recordó los días felices que ya habían pasado, y murmuró:
 
-Si mi hija no hubiese muerto sería tan bella como ella y tendría su edad.
Este recuerdo de madre despertó en su pecho tal amor por la joven, que dijo al príncipe con acento conmovido:
 
-Permitidme, señor, os indique que esta encantadora princesa que va a ser vuestra esposa, educada en medio de todos los regalos, no podrá vivir a vuestro lado como yo he vivido, sin que la muerte ponga término a vuestra felicidad. Nacida en humilde cuna, todo lo he sufrido; pero una palabra dura o seca a ella la mataría.
 
-Cuidad de lo que os importa, le contestó el príncipe con rudeza, y cumplid mis órdenes. No consiento que una pastora me recuerde mis deberes.
 
A estas palabras Grisélida bajó los ojos sin pronunciar palabra.
 
Invitada la corte a la boda, todas las damas y todos los caballeros se reunieron en un magnífico salón. Presentose el príncipe, y les dijo:
 
-Muy engañadora es la esperanza, pero aún lo es más la apariencia, y si alguien lo duda pronto se convencerá de cuán cierto es lo que digo. Todos estáis convencidos de que rebosa contento el corazón de la joven princesa que va a ser mi esposa. Apariencia engañadora. Creéis que este joven, valiente en batallas, de ilustre estirpe, ve con satisfacción la boda de su príncipe. Apariencia engañadora. Suponéis que Grisélida llora en estos momentos presa de la mayor desesperación. Apariencia engañadora también, pues Grisélida inclina la cabeza ante la voluntad de su señor y nada ha podido agotar su paciencia. Por último, no hay entre vosotros quien no tenga la íntima convicción de que esta boda ha de ser el remate de mi felicidad. Otra apariencia engañadora. Difícil os parecerá el enigma, pero pronto lo comprenderéis. Sabed que la encantadora princesa es mi hija y la doy en matrimonio a este joven caballero que la ama entrañablemente y cuyo amor es correspondido; sabed también que, conmovido por la paciencia y cariño de la fiel esposa a quien he arrojado indignamente de este palacio, le abro mis brazos y mi corazón con el propósito de hacerla olvidar con mi ternura cuentas penas le ha ocasionado mi carácter receloso; y si mucho estudio puse en disgustarla para someterla a continuas y difíciles pruebas, mayor será mi afán por hacerla feliz. Si las generaciones venideras recuerdan los sufrimientos, que no lograron abatir su corazón, también recordarán su virtud.
 
Estas palabras devolvieron la alegría a algunos semblantes velados por la tristeza. La joven princesa, loca de contento al saber quién era su padre, arrojose a sus pies; y el príncipe la obligó a levantarse, la abrazó, cubriola de besos y luego la llevó a su madre, que creyó morir de alegría; pues aquel corazón que no se había rendido a tantas penas, difícilmente pudo soportar tan extremado júbilo al ver llena de vida a su hija querida, a la que no había cesado de llorar creyéndola muerta.
 
-Tiempo te quedará, le dijo el príncipe, para dar expansión a los sentimientos de tu alma. Ahora ponte los vestidos que tu rango exige y vamos a celebrar las bodas de nuestra hija.
 
Celebrado inmediatamente el matrimonio de los jóvenes novios, las fiestas se sucedieron a cuál más espléndidas; y en la ciudad y en la corte sólo se habló durante mucho tiempo de la paciencia y de la virtud de Grisélida, que sin cesar había resistido tan duras pruebas, mereciendo los elogios y la admiración de todos.
 
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El Gato con Botas – Cuentos Originales de Charles Perrault



Dejó un molinero por todo patrimonio a sus tres hijos, el molino, el asno y el gato. El reparto fue cosa breve, sin necesidad de la intervención del notario ni del procurador, quienes se hubieren comido muy pronto la pobre herencia. Al hijo mayor correspondiole el molino, al segundo el asno y al menor el gato.
 
Este no podía consolarse de haberle tocado tan pobre lote y se decía:
 
-Mis hermanos podrán ganarse la vida honradamente formando sociedad; pero cuando me haya comido el gato y echo un manguito de su piel, no me quedará otro recurso que morirme de hambre.
Maese Zapirón, que oía estas palabras, pero sin que al parecer fijara en ellas la atención, le dijo:
 
-No os pongáis triste, señor amo. Dadme un saco y un par de botas para penetrar en la maleza y os convenceréis de que el lote que os ha correspondido no es tan malo como creéis.
 
Aunque el dueño del gato no hizo gran caso de lo que le dijo, como le había visto hacer tantas travesuras para cazar ratas y ratones, en particular cuando se colgaba de los pies o se metía en la harina haciendo el muerto, tuvo alguna esperanza de salir de su miseria.
 
Cuando el gato tuvo lo que había pedido, calzose resueltamente las botas, y poniéndose el saco a la espalda cogió los cordones con sus dos patas y se fue a un conejar donde había muchos conejos. Metió salvado y cerrajas en el saco, y tendiéndose como si estuviera muerto, esperó a que algún gazapo, poco entendido en mañas, se colase en el saco para correr lo que dentro había puesto.
 
Apenas estuvo en el suelo cuando un aturdido gazapillo metiose en el saco, y maese Zapirón tiró en el acto los cordones, cogió el gazapo y lo mató sin misericordia.
 
Muy orgulloso de su presa fuese al palacio del rey y pidió hablarle. Le hicieron subir a la cámara real y en cuanto entró hizo una gran reverencia y dijo al rey:
 
-Señor: el marqués de la Chirimía, (este fue el título que dio a su amo) me ha encargado os ofreciera este conejo.
 
-Di al marqués, contestó el rey, que le doy las gracias y recibo con gusto su regalo.
 
Otro día maese Zapirón fue a un campo de trigo, donde se ocultó teniendo el saco abierto como de costumbre, y cuando se hubieron metido en él dos perdices, corrió los cordones y cazó las dos. Fuese enseguida a regalarlas al rey, como había hecho con el conejo; el rey las recibió muy contento y mandó que le dieran una propina.
 
Durante algunos meses el gato continuó llevando al rey conejos y perdices como regalo de su amo. Supo un día que el monarca debía ir a pasear con su hija, la más bella de las princesas, a orillas del río, y dijo al pobre hijo del molinero:
 
-Si queréis seguir mi consejo ganáis una fortuna, y para lograrlo no tenéis más que hacer sino bañaros en el punto del río que os indicaré, y luego dejadme obrar.
 
El marqués de la Chirimía hizo lo que su gato le aconsejaba, sin adivinar lo que se proponía. Mientras se estaba bañando pasó el rey y el gato comenzó a gritar tan recio como pudo:
 
-¡Socorro!, ¡socorro! ¡El marqués de la Chirimía se ahoga!
 
A sus gritos el rey asomó la cabeza a la portezuela, reconoció el gato que le había traído conejos y perdices tantas veces, y ordenó a su escolta que fuese volando en socorro del marqués de la Chirimía.
Mientras sacaban del río al pobre marqués, el gato se acercó a la carroza y dijo al rey que durante el tiempo que su amo había estado bañándose habían venido ladrones y se habían llevado sus vestidos a pesar de haber dado voces con toda la fuerza de que era capaz. El pillín había ocultado los vestidos debajo de una gruesa piedra.
 
El rey ordenó en el acto a oficiales de su guardarropa que fuesen a buscar uno de los más hermosos vestidos para el señor marqués de la Chirimía, con quien el monarca se mostró muy amable; y como los ricos vestidos que acababan de traerle pusiesen más de relieve su buen aspecto, pues era guapo y bien formado, la hija del rey le dijo que era muy buen mozo; y bastaron dos o tres miradas del marqués, muy respetuosas y algo tiernas, para que la princesa se enamorara locamente de él.
 
El rey quiso que subiera al coche y hablara con él. Muy alegre el gato de ver que sus planes comenzaban a tener buen éxito, se adelantó; y habiendo encontrado dos campesinas que guadañaban un prado, les dijo:
 
-Buenas gentes que estáis guadañando, si no decís al rey que este prado pertenece al señor marqués de la Chirimía, seréis destrozados hasta hacer gigote de vuestras carnes.
 
El rey no dejó de preguntar a los guadañeros de quién era el prado en el que trabajaban, y como la amenaza de maese Zapirón les había espantado, ambos contestaron a un tiempo:
 
-Pertenece al señor marqués de la Chirimía.
 
-Tenéis una magnífica propiedad, le dijo el rey.
 
-Es un prado, respondió el marqués, que no deja de producirme muy buena renta cada año.
 
El gato, que continuaba teniendo la delantera, encontró varios segadores y les dijo:
 
-Buenas gentes que estáis segando, si no decís que todos estos trigos pertenecen al señor marqués de la Chirimía, seréis destrozados hasta hacer gigote de vuestras carnes.
 
Pasó el rey poco después y quiso saber quién era el dueño de todos los trigos que veía.
 
-Pertenecen al señor marqués de la Chirimía, contestaron los segadores; y el rey expresó de nuevo su contento al marqués. El gato, que no había dejado de ir delante de la carroza, dirigía las mismas palabras a cuantos encontraba y el rey estaba maravillado de los muchos bienes del señor marqués de la Chirimía.
 
Maese Zapirón llegó por último a un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro, el más rico que se haya visto, pues todas las tierras por donde el rey había pasado dependían del castillo. El gato, que había procurado informarse de quién era el ogro y lo que sabía hacer, pidió hablarle, diciendo que no había querido pasar tan cerca del castillo sin haber tenido el honor de ofrecerle sus respetos.
 
El ogro le recibió con toda la finura de que es capaz un ogro y le invitó a descansar.
 
-Me han asegurado, dijo el gato, que tenéis el don de transformaros en toda suerte de animales, como por ejemplo, en león, en elefante…
 
-Es verdad, contestó el ogro bruscamente, y para mostrároslo me veréis convertido en león. Tan grande fue el espanto del gato al hallarse delante de un león, que de un salto se fue al alero del tejado, no sin pena y peligro, a causa de sus botas, que de nada le servían para andar por encima de las tejas.
Cuando el ogro hubo recobrado su primitiva forma, el gato bajó del tejado y confesó que había tenido miedo.
 
-También me han asegurado, añadió maese Zapirón, pero no puedo creerlo, que podéis tomar la forma de los más pequeños animales, como, por ejemplo, convertiros en rata y en ratoncillo. Os confieso que tal cosa la tengo por del todo imposible.
 
-¡Imposible! -exclamó el ogro. Ahora veréis.
 
Apenas hubo pronunciado estas palabras cuando se transformó en ratoncillo que comenzó a correr por el suelo. En cuanto el gato lo hubo visto, lo cogió y se lo comió.
 
Mientras tanto el rey, que al pasar fijose en el soberbio castillo, quiso entrar en él. Oyó el gato el ruido de la carroza que atravesaba el puente levadizo, salió al encuentro del monarca y le dijo:
-Sea bienvenida Vuestra Majestad al castillo del señor marqués de la Chirimía.
 
-¿También os pertenece este castillo, señor marqués? -preguntó el rey-. Es imposible hallar cosa más agradable que este patio y los edificios que le rodean. Veamos el interior.
 
El marqués dio la mano a la joven princesa, y siguiendo al rey, que subió el primero, entraron en una gran sala en donde hallaron una magnífica comida que el ogro había mandado disponer para sus amigos, que debían verle aquel mismo día, pero que no se habían atrevido a entrar al saber que el rey estaba allí. El monarca, muy satisfecho de las buenas cualidades del señor marqués, lo mismo que la princesa que estaba locamente enamorada de él, al ver los grandes bienes que poseía le dijo, después de haber bebido cinco o seis veces:
 
-De vos depende, señor marqués, que seáis mi yerno.
 
El marqués hizo una gran reverencia y aceptó el honor que le dispensaba el rey, y aquel mismo día la casó con la princesa. El gato llegó a ser un señor muy principal y sólo cazó ya ratones por diversión.
 
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(Por haber transcurrido más de 70 años desde que fallecieron los autores y traductora, el contenido narrativo original de estos cuentos son de "dominio público)
 
 

Barba Azul – Cuentos Originales de Charles Perrault



En otro tiempo vivía un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles muy adornados y carrozas doradas; pero, por desgracia, su barba era azul, color que le daba un aspecto tan feo y terrible que no había mujer ni joven que no huyera a su vista.
 
Una de sus vecinas, señora de rango, tenía dos hijas muy hermosas. Pidiole una en matrimonio, dejando a la madre la elección de la que había de ser su esposa. Ninguna de las jóvenes quería casar con él y cada cual lo endosaba a la otra, sin que la otra ni la una se resolvieran a ser la mujer de un hombre que tenía la barba azul. Además, aumentaba su disgusto el hecho de que había casado con varias mujeres y nadie sabía lo que de ellas había sido.
 
Barba Azul, para trabar con ellas relaciones, llevolas con su madre, tres o cuatro amigos íntimos y algunas jóvenes de la vecindad a una de sus casas de campo en la que permanecieron ocho días completos, que emplearon en paseos, partidos de caza y pesca, bailes y tertulias, sin dormir apenas y pasando las noches en decir chistes. Tan agradablemente se deslizó el tiempo, que a la menor pareciole que el dueño de casa no tenía la barba azul y que era un hombre muy bueno; y al regresar a la ciudad celebraron la boda.
 
Al cabo de un mes Barba Azul dijo a su esposa que se veía obligado a hacer un viaje a provincias, que a lo menos duraría seis semanas, siendo importante el asunto que a viajar le obligaba. Rogole que durante su ausencia se divirtiese cuanto pudiera, invitara a sus amigas a acompañarla, fuera con ellas al campo, si de ello gustaba, y procurara no estar triste.
 
-Aquí tienes, añadió, las llaves de los dos grandes guardamuebles. Estas son las de la vajilla de oro y plata que no se usa diariamente; las que te entrego pertenecen a las cajas donde guardo los metales preciosos; estas las de los cofres en los que están mis piedras y joyas, y aquí te doy el llavín que abre las puertas de todos los cuartos. Esta llavecita es la del gabinete que hay al extremo de la gran galería de abajo. Ábrelo todo, entra en todas partes, pero te prohíbo penetrar en el gabinete; y de tal manera te lo prohíbo, que si lo abres puedes esperarlo todo de mi cólera.
 
Prometiole atenerse exactamente a lo que acababa de ordenarle; y él, después de haberla abrazado, metiose en el carruaje y emprendió su viaje.
 
Las vecinas y los amigos no esperaron a que les llamasen para ir a casa de la recién casada, pues grandes eran sus deseos de verlo todo, que no se atrevieron a realizar estando el marido, porque su barba azul les espantaba. Acto continuo pusiéronse a recorrer los cuartos, los gabinetes, los guardarropas, siendo sorprendente la riqueza de cada habitación. Subieron enseguida a los guardamuebles, donde no se cansaron de admirar el número y belleza de los tapices, camas, sofás, papeleras, veladores, mesas y espejos que reproducían las imágenes de la cabeza a los pies y en los que los adornos, los unos de cristal, de plata dorados los otros, eran tan bellos y magníficos que iguales no se habían visto. No cesaban de ponderar y envidiar la dicha de su amiga, que no se divertía viendo tales riquezas, pues la dominaba la impaciencia por ir a abrir el gabinete de abajo.
 
Empujola la curiosidad, sin fijarse en que faltaba a la educación abandonando a sus amigas, bajó por una escalerilla reservada, con tanta precipitación que dos o tres veces corrió peligro de desnucarse. Al llegar a la puerta del gabinete detúvose algún tiempo, pensando en la prohibición de su marido y reflexionando que la desobediencia podía atraerle alguna desgracia; pero la tentación era tan fuerte que no pudo vencerla, y tomando la llavecita abrió temblando la puerta del gabinete.
 
Al principio nada vio, debido a que las ventanas estaban cerradas. Al cabo de algunos instantes comenzaron a destacarse los objetos y notó que el suelo estaba completamente cubierto de sangre cuajada y que en ella se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y sujetas a las paredes. Estas mujeres eran todas aquellas con quienes Barba Azul había casado, a las que había degollado una tras otra. Creyó morir de miedo ante tal espectáculo y se le cayó la llave del gabinete que acababa de sacar de la cerradura.
 
Después de haberse repuesto algo, cogió la llave, cerró la puerta y subió a su cuarto para dominar su agitación, sin que lo lograse, pues era extraordinaria.
 
Habiendo notado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la enjugó dos o tres veces, pero la sangre no desaparecía. En vano la lavó y hasta la frotó con arenilla y asperón, pues continuaron las manchas sin que hubiera medio de hacerlas desaparecer, porque cuando lograba quitarlas de un lado, aparecían en el otro.
 
Barba Azul regresó de su viaje la noche de aquel mismo día y dijo que en el camino había recibido cartas noticiándole que había terminado favorablemente para él el asunto que le había obligado a ausentarse. La esposa hizo cuanto pudo para que creyese que su inesperada vuelta la había llenado de alegría.
 
Al día siguiente le dio las llaves y se las entregó tan temblorosa, que en el acto adivinó todo lo ocurrido.
 
-¿Por qué no está con las otras la llavecita del gabinete? -Le preguntó.
 
-Probablemente la habré dejado sobre mi mesa, contestó.
 
-Dámela enseguida, añadió Barba Azul.
 
Después de varias dilaciones, forzoso fue entregar la llave. Mirola Barba Azul y dijo a su mujer:
 
-¿A qué se debe que haya sangre en esta llave?
 
-Lo ignoro, contestó más pálida que la muerte.
 
-¿No lo sabes? -replicó Barba Azul-; yo lo sé. Has querido penetrar en el gabinete. Pues bien, entrarás en él e irás a ocupar tu puesto entre las mujeres que allí has visto.
 
Al oír estas palabras arrojose llorando a los pies de su esposo y pidiole perdón con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por haberle desobedecido. Hubiera conmovido a una roca, tanta era su aflicción y belleza, pero Barba Azul tenía el corazón más duro que el granito.
 
-Es necesario que mueras, le dijo, y morirás en el acto.
 
-Puesto que es forzoso, murmuró mirándole con los ojos anegados en llanto, concédeme algún tiempo para rezar.
 
-Te concedo diez minutos, replicó Barba Azul, pero ni un segundo más.
 
En cuanto estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:
 
-Anita de mi corazón; sube a lo alto de la torre y mira si vienen mis hermanos. Me han prometido que hoy vendrían a verme, y si les ves hazles seña de que apresuren el paso.
 
Subió Anita a lo alto de la torre y la mísera le preguntaba a cada instante.
 
-Anita, hermana mía, ¿ves algo?
 
Y Anita contestaba:
 
-Sólo veo el sol que centellea y la hierba que verdea.
 
Barba Azul tenía una enorme cuchilla en la mano y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones a su mujer:
 
-Baja enseguida o subo yo.
 
-¡Un instante, por piedad! -le contestaba su esposa; y luego decía en voz baja-: Anita, hermana mía, ¿ves algo?
 
Su hermana respondía:
 
-Sólo veo el sol que centellea y la hierba que verdea.
 
-Baja pronto, bramaba Barba Azul, o subo yo.
 
-Bajo -contestó la infeliz; y luego preguntó-, Anita, hermana mía, ¿viene alguien?
 
-Sí, veo una gran polvareda que hacia aquí avanza…
 
-¿Son mis hermanos?
 
-¡Ay!, no, hermana mía; es un rebaño de carneros.
 
-¿Bajas o no bajas? -vociferaba Barba Azul.
 
-¡Un momento, otro instante no más! -exclamó su mujer; y luego añadió-: Anita, hermana mía, ¿viene alguien?
 
-Veo -contestó-, dos caballeros que hacia aquí se encaminan, pero aún están muy lejos. ¡Alabado sea Dios!, exclamó, poco después; ¡son mis hermanos! Les hago señas para que apresuren el paso.
 
Barba Azul se puso a gritar con tanta fuerza que se estremeció la casa entera. Bajó la infeliz mujer y fue a arrojarse a sus pies llorosa y desgreñada.
 
-De nada han de servirte las lágrimas, le dijo; has de morir.
 
Luego agarrola de los cabellos con una mano y levantó con la otra la cuchilla para cortarle la cabeza. La infeliz hacia él volvió la moribunda mirada y rogole le concediese unos segundos.
 
-No, no, rugió aquel hombre; encomiéndate a Dios.
 
Y al mismo tiempo levantó el armado brazo…
 
En aquel momento golpearon con tanta fuerza la puerta, que Barba Azul se detuvo. Abrieron y entraron dos caballeros, quienes desnudando las espadas corrieron hacia donde estaba aquel hombre, que reconoció a los dos hermanos de su mujer, el uno perteneciente a un regimiento de dragones y el otro mosquetero; y al verles escapó. Persiguiéronle tan de cerca ambos hermanos, que le alcanzaron antes que hubiese podido llegar a la plataforma le atravesaron el cuerpo con sus espadas y le dejaron muerto. La pobre mujer casi tan falta de vida estaba como su marido y ni fuerzas tuvo para levantarse y abrazar a sus hermanos.
 
Resultó que Barba Azul no tenía herederos, con lo cual todos sus bienes pasaron a su esposa, quien empleó una parte en casar a su hermanita con un joven gentilhombre que hacía tiempo la amaba, otra parte en comprar los grados de capitán para sus hermanos y el resto se lo reservó, casando con un hombre muy digno y honrado que la hizo olvidar los tristes instantes que había pasado con Barba Azul.
 
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(Por haber transcurrido más de 70 años desde que fallecieron los autores y traductora, el contenido narrativo original de estos cuentos son de "dominio público)